domingo, abril 14, 2024


Y vino el lobo

Son las seis de la mañana en un viernes de guardar… y de todos modos despierto a esa hora, voy al baño y me detengo un rato en la cocina, para instalarme al fin en el sillón grande de la sala. En este ritual me acompaña mi gata Coco, que se levanta conmigo. La ida a la cocina es porque exige que la acompañe mientras come sus croquetas. Y luego ambos, usualmente yo del lado izquierdo y ella del derecho, nos acomodamos en el sillón. Es lo que hacemos casi todas las mañanas. A veces leo. Si la modorra persiste dormimos juntos otro rato. A las ocho, desayuno; y a las nueve salgo rumbo a la oficina. Nada de eso cuenta ahora porque hoy no hay chamba. Tomo la computadora portátil y la enciendo.
—¿Qué haces? —me pregunta la gata.
—Debo escribir algo.
—¿Sobre qué?
—Un perro, se llama Rudolph. Es un perro de la ficción, está en una novela de David Martín del Campo, Ahí viene el lobo.
—¿Lobo o perro?
—Perro y lobo. Este último es su dueño, que se apellida Wolf. Es de origen alemán, aunque ha vivido toda su vida en México, y es de oficio fotógrafo. Se hace llamar, nunca mejor dicho, Axel Moritz Wolf, y fue conocido como “el fotógrafo de los presidentes”.
—¿Y el perro?
—Es un setter. Lo acompaña en su viaje por el país; va de aquí para allá en su Tsuru dando conferencias sobre fotografía y conversa mucho con Rudi. Se entienden muy bien.
—¿Conversa con el perro?
—Sí, tienen buenos diálogos. Algo que me gustó del libro es que en las conversaciones, en general, se resuelven muchas cosas. El autor sabe armarlas y eso hace muy ágil la lectura. Uno siente estar escuchando a las personas. Yo diría que es una de las virtudes del libro: el narrador es un buen dialoguista.
—Y dices que el personaje habla con el perro.
—Sí, como ahora hablamos tú y yo, Coco.
—Tienes razón. No discutiré eso.
—En la página 175, recuerda Axel un libro de John Steinbeck, Viaje con Charley, en el que el narrador estadunidense recorre las carreteras de Estados Unidos en compañía de su perro Charley. “Era el año 1962; le acababan de anunciar lo del Premio Nobel”, nos dice. Supongo que en eso se inspira.
—Curioso.
—Yo una vez, cuando vivía en San Miguel de Allende, viajé con mi gato Merlín a San Luis Potosí. Salimos temprano y regresamos por la noche. Recuerdo haber paseado por el mercado de La Merced en busca de enchiladas potosinas, e iba con Merlín en los brazos, bien agarrado para que no se me escapara. Creo que no se la pasó bien. Mareado y somnoliento casi todo el viaje. A Rudi su dueño le da whisky, para que se adormezca, lo que es matarlo poco a poco. El perro conoce bien a su dueño. En algún momento (p. 178) le dice: “Eres un mamón. […] ¿qué pretendes con ese jugueteo? ¿Meterle mano? ¿Cogértela más al rato? ¿Por qué no mejor le cuentas tus días con Henrich Hoffmann, cuando Leni te envió con él para aprender en su estudio los trucos de la luz. Y la sorpresiva visita que hizo él con su séquito paramilitar. ¿Te acuerdas o no te acuerdas?”
—¿Me estás preguntando?
—No, es un pasaje del libro. Rudi es como la conciencia de Axel, pero lo emborracha. Es decir, emborracha a su conciencia. Y también se le escapa el perro en Monterrey, en busca de una hembra. Aunque lo reencuentra gracias a la plaquita metálica que trae sus datos.
—¿Y de eso trata el libro, de los diálogos entre Axel y Rudi?
—El libro es sobre Axel, un anciano fotógrafo que se deprime un día porque lee en El País (el 13 de septiembre 2003) que la Kodak cierra su planta en Rochester, y eso para él marca el fin de una era. Va al armario y se despide de sus siete cámaras: una Horizon rusa, la Nikon clásica, la Leica III, una Hasselblad, la Yashica de mirilla con telémetro, una Rolei y una Canon. ¿Son siete?
—Sí, siete.
—Y luego le traen el regalo de un archivo rescatado: se trata de un libro de desnudos que le confiscó el gobierno porque entre las celebridades retratadas aparecía Esperanza López Mateos, hermana rebelde del que se perfilaba como candidato a la presidencia de la República. Y décadas después le reeditan el libro, y con ejemplares en la cajuela el maduro fotógrafo se va de viaje por el país, en el Tsuru, con Rudi, con gastos pagados por Conaculta…
—Ya me perdí. ¿Por qué lo leíste?
—Encontré al autor en la Feria del Libro de León. Dimos una plática juntos sobre la crónica; me obsequió la novela, le eché un ojo y me cayó bien el personaje, Rudi, el perro, y también su dueño, que se hace llamar Axel. Son más de 300 páginas, y se lee con buen ritmo. Se cuentan muchas cosas: cómo salió de Europa, su llegada a México, el proyecto de las Doce ninfas en el jardín de Eva, su relación con los presidentes… Hay el relato de una cena el 1 de octubre en Los Pinos con Díaz Ordaz en la que el perro de éste, Atila, bebe champaña… Bueno, tendrías que leerlo.
—No seas cabrón, Alex, que no sé leer.
—Bueno, otro día te cuento eso. Creo que es un proyecto complejo: la invención de un personaje que pasa por una guerra mundial y es testigo en primera fila de la historia mexicana en la segunda mitad del siglo XX. Es alemán, parecido a Paul Newman, y por ello un imán con las mujeres… y un cabrón, perdón por mi mal español (sigo tu ejemplo), con su esposa. Cuando algo era bueno, decía Marco Antonio Millán, el viejo editor: “Tiene migajón”. Y Ahí viene el lobo lo tiene, sin duda.
—Ya duérmete un rato que vas a ir a trabajar.
—Hoy no trabajo, Coco. Es feriado.
—De todos modos duérmete. Te ves cansado. Hazte para allá.

Marzo 2024

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jueves, septiembre 28, 2023



En torno a La pluma y el achique (UANL, 2023), de Alejandro Toledo
Roberto Gómez Junco

En La pluma y el achique, Alejandro Toledo realiza un placentero recorrido a través de diversos pasajes de nuestro futbol y el del mundo entero.
Desde los lejanos orígenes del Clásico Nacional entre los dos equipos con mayor poder de convocatoria en México, hasta el cuestionable negocio alrededor de los Juegos Olímpicos y la Copa del Mundo, pasando por Nacho Trelles y Fernando Marcos como longevos eslabones entre el futbol de antaño y el moderno. O por la gesta necaxista ante el Santos, aderezada con aquella jugada en la que Pelé salió lesionado al estrellarse no se sabe si con Pedro Dellacha, o con Jorge Morelos o contra ambos.
Un enriquecedor periplo de la mano de algunas figuras de nuestro balompié de siempre, y de refulgentes estrellas del planeta futbolístico: Zinedine Zidane, Ferenc Puskás, Emilio Butragueño, Bobby Charlton, Edson Arantes do Nascimento, Ronaldo Luis Nazario de Lima.
Un apasionante viaje futbolero con las debidas escalas, para detenerse un momento en el primer gol anotado en el Estadio Azteca, o en "Las Dictaduras del Balompié”, en la pasión por las Chivas o en "la vida extrema de Miguel Herrera”.
Con la aportación de Perogrullo, al señalar que en México no hay gran tradición de literatura alrededor del deporte, y las pinceladas de Eduardo Galeano, uno de los magníficos exponentes de esa plausible relación entre las patadas y las letras, célebre escritor uruguayo que consideraba al gol como el orgasmo del futbol, y quien iba suplicando en los estadios "una linda jugadita, por amor de Dios”.
Porque más allá de lo que se juega en la cancha están las emociones que ese embelesador juego provoca fuera de ella, las conmovedoras enseñanzas de vida derivadas de este incomparable deporte-espectáculo-negocio.
Vale la pena asomarse a ellas bajo la lupa de esta tersa pluma, capaz de tan minucioso achique.

Septiembre 2023

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lunes, junio 12, 2023



Cien años de La conciencia de Zeno

Una suerte de colofón de los significativos centenarios que se cumplieron en 2022, sobre todo el del Ulises (1922) de James Joyce, tiene como tema una novela italiana que se publicó, en edición pagada por el autor, al año siguiente; es decir, en 1923. Se trata de La conciencia de Zeno (La coscienza di Zeno), del triestino Italo Svevo (1861-1928). Son muchos los vasos comunicantes entre Joyce y Svevo, y ocurren a diferentes niveles.
El primero, anecdótico, viene del encuentro de estos escritores: Joyce vivía entonces en Trieste, había sido maestro de inglés en la escuela Berlitz y para conseguir ingresos de modo independiente puso un anuncio en el diario ofreciendo sus servicios. Alguien que lo contactó fue un comerciante de nombre Ettore Schmitz (o Aron Hector Schmitz), que tenía tratos con Inglaterra por la venta de pintura exterior para barcos, el negocio de la familia de su esposa, y precisaba mejorar su inglés. Así es como llega Joyce a la Villa Veneziani.
En sus conversaciones estos dos hombres se confiesan que escriben. Uno estaba intentando publicar un volumen con sus primeros cuentos, bajo el título de Dublineses, y tenía problemas con los editores, que entonces por ley ejercían en Inglaterra la censura (al ser responsables directos de lo que imprimían), y se esforzaba por concluir su primer ejercicio novelístico, que tituló Retrato del artista adolescente; y el otro había publicado tiempo atrás dos novelas, Una vida (1892) y Senilidad (1898), bajo el seudónimo de Italo Svevo, que consiguieron de forma unánime el silencio crítico, por lo que decidió retirarse de ese oficio. Así es como nace su amistad.
Presente en ello está Livia Veneziani, la esposa de Svevo, cuyo nombre resuena en Finnegans Wake (1939) por el personaje de Anna Livia Plurabelle. Ella misma escribirá un tomo memorioso, Vita di mio marito (dall’Oglio, 1976), en el que confirma lo aquí referido.
Y se cree, además, que Svevo será uno de los modelos del personaje de Leopold Bloom, del Ulises, también dedicado a cuestiones comerciales, quizá por su modo ligero de ver la vida… El mismo Svevo describió a Bloom como un personaje sonriente; y de Zeno Cosini dijo Eugenio Montale que “es un hombre que sabe sonreír respecto a sí mismo y a los demás”. Lo que nos lleva a una de las peculiaridades de La conciencia de Zeno, que es el humor.
Hay territorios compartidos. Y se crea un curioso espejeo entre uno y otro. Como dice Giancarlo Mazzacurati (en el prólogo a su compilación de los escritos de Svevo sobre Joyce): “porque Svevo le debe mucho a Joyce; y hoy se comienza a sospechar que, si bien merced a un metabolismo distinto, acaso Joyce le deba algo a Svevo” (NeXos, Barcelona, 1990, p. 6).
Cierro este primer círculo: Joyce, al fin, conseguirá editar Dublineses y Retrato del artista adolescente (en gran parte por los oficios de Ezra Pound), para enfrascarse en el Ulises; y Svevo volverá a la escritura, alentado por Joyce, y dedicará entonces parte de su tiempo a su tercera novela: La conciencia de Zeno.

Manzano por un penique

Voy a mi colección sveviana y encuentro que la traducción casi única del libro al español (porque me cuentan de una de Guillermo Fernández en la Universidad Veracruzana, que desconozco) se debe a Carlos Manzano: la tengo en Bruguera (1982), en Lumen (2001, revisada), Cátedra (2002) y en Debolsillo (2009)… La de Bruguera trae un prólogo extenso de Eugenio Montale y se está desencuadernando por el uso (como solía ocurrir con los libros de esa editorial); la de Lumen, de pasta dura, con buen papel y una tipografía amable… tiene un problema singular: está mutilada. Supongo que el editor ordenó que se quitara todo aparato crítico, por lo que no hay prólogo, pero además se eliminó el prefacio (de una página), que es realmente el comienzo del libro. En éste, un doctor S., dice ser aquel del que se habla en la novela, “a veces con palabras poco lisonjeras”. Refiere haber alentado a su paciente a escribir su autobiografía, confiando en que con esa evocación se refrescaran sus recuerdos del pasado; más el paciente se sustrae a la cura. Es decir, abandona el tratamiento, escapa. Y en reacción a dicha fuga el doctor S. publica esas memorias para vengarse; dice incluso: “espero que le disguste”: Y: "Sepa, sin embargo, que estoy dispuesto a repartir con él los elevados ingresos que obtendré con esta publicación, con tal de que reanude la cura. ¡Parecía sentir tanta curiosidad por sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas le reservaría el comentario sobre las numerosas verdades y mentiras que ha acumulado aquí!" (pgs. 77-78, Cátedra; las citas siguientes provienen de la misma edición)
El breve prefacio, pues, omitido en la edición de Lumen, produce un efecto importante: da un contexto turbio a lo que leeremos enseguida, pues se trata, por un lado, de líneas escritas bajo un proceso médico psicoanalítico, y que tendrían que permanecer archivadas como parte de ese tratamiento, ya que en ellas el paciente se expresa con entera libertad para tratar de mostrarse a sí mismo, y al médico encargado, sus procesos internos; y es, por otro, un acto de venganza del doctor S., quien las hace públicas a sabiendas de que pondrá en graves predicamentos a su paciente y creará una serie de reacciones, seguramente negativas, en su entorno familiar y social. Esto sitúa al lector, además, en esa posición algo incómoda de quien se asoma a unos papeles que acaso no debe estar leyendo. Cada que Zeno Cosini, el paciente, revela algo comprometedor, uno imagina a los implicados enterándose, sorprendidos, de tal suceso, que quizá ellos recuerdan de otra manera.
Ese acto vengativo del doctor S. también es una primera escena cómica en la novela, al retratar a un formal terapeuta envuelto en furia ante el abandono de su paciente y ejecutando su revancha. Ana Dolfi, anotadora de la edición de Cátedra, lee con poco humor el prefacio, y apunta: "El intento de resistirse y de oponerse a la cura ocultando los viejos traumas o las pulsiones más secretas del inconsciente (que al ser removidas provocan la neurosis, la histeria, la enfermedad mental) se concreta en la hostilidad hacia el médico. Por otra parte, en los casos freudianos la inicial hostilidad se transforma normalmente en un sentimiento bastante más complejo: de hecho, la autoridad “paterna” atribuida al médico facilita el desarrollo de un transfert emotivo que es esencial para el éxito de la terapia. Es, por lo tanto, muy significativo que en el caso de Svevo el médico confiese que su relación con el paciente esté todavía en el primer estadio de la hostilidad, lo que viene a sugerir indirectamente el absoluto fracaso de la terapia". (p. 77)
No sé si le compete a una anotadora literaria efectuar ese “psicoanálisis” del prefacio (o si está pensando en un proceso similar vivido por ella), pues lo significativo, me parece, es cómo Svevo pone en entredicho la formalidad de la relación entre médico y paciente al retratar al doctor S. como un ser capaz de tremendas bajezas con tal de recuperar a aquel que huyó. Es, entre otras cosas, una burla al psicoanálisis, una puesta en duda de sus formalidades. Y el prefacio tiene para mí, entre otras funciones, la de activar ese humor incómodo (de quien se asoma a una intimidad sin tener derecho a hacerlo) que será uno de los elementos claves de la novela.

U.S.

Los lectores de Lumen se salvan de esa incomodidad, pues entran en directo a la autobiografía de Zeno Cosini, quien comparte con su creador algunos males. Uno muy específico es la adicción al tabaco.
En Vita di mio maritto, Livia Veneziani reseña esa relación conflictiva entre Svevo y los cigarros, que implica desde muy joven compromisos siempre serios de evitarlos, y el fracaso de esas promesas. De ahí que en sus agendas Zeno siempre escriba, como una fecha significativa: “U. S.”, que no es “United States”, sino “ultima sigaretta”. Cree que el cigarrillo tiene su gusto más intenso cuando es el último: "Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no volver a fumar y —me apresuro a reconocerlo todo— de vez en cuando siguen siendo los mismos. La ronda de los últimos cigarrillos, formada a los veinte años, sigue en movimiento. El propósito es menos enérgico y mi debilidad encuentra mayor indulgencia en mi viejo ánimo. En la vejez se sonríe uno al pensar en la vida y en todo lo que encierra. Es más: puedo decir que, desde hace un tiempo, fumo muchos cigarrillos… que no son los últimos". (p. 86).
Es un mal compartido por el personaje y el novelista, con un triste final: cuando Svevo está en el hospital, ya desahuciado, luego de un accidente automovilístico (que no fue aparatoso ni implicaba para los afectados, en un principio, mayores complicaciones), pide un cigarrillo y se lo niegan; y él dice:
—¡Y ese en verdad hubiera sido el último cigarrillo!
Zeno Cosini no sólo escapa del psicoanálisis. Se hace encerrar en una clínica, en la que prometen quitarle la adicción al tabaco, y logra vencer las fronteras que le imponen (sobre todo la de una enfermera de nombre Giovanna a la que se le ha ofrecido una paga extra por mantener al paciente enclaustrado, pero que sucumbe al coñac) para huir a medianoche.
El del último cigarrillo no es el único propósito incumplido, sino la síntesis de un ser con múltiples contradicciones. Ya mostramos una: hacerse encerrar para terminar ejecutando su escape. Puede conversar con alguien que padece alguna enfermedad que lo hace cojear, y termina él cojeando permanentemente sin tener dolencia alguna. Es un hijo dedicado, que acompaña al padre en el proceso final; mas el último gesto del padre será soltarle una bofetada. Es un hombre maduro que depende de un tutor, pues su padre desconfiaba de sus criterios como hombre de negocios y en su testamento fija esa cláusula. O escoge Zeno entre varias hermanas casaderas a una de ellas, a la que cree amar y de la que admira su belleza, como compañera de vida, y no será esa con la que termine casado.
Las cosas no concluyen como él las planea, pero tampoco le va muy mal: la vida ajusta sus designios y es hasta cierto punto benévola con él.
En torno a todos estos sucesos la novela propone mecanismos en los que aquello que es directo se tuerce, y lo divertido (para el que lee) es ver cómo ocurre. Todo esto al parecer tiene relación con un carácter particular, que es propio de los seres que habitan Trieste, un lugar situado en lo que fueron los límites del imperio austrohúngaro, en donde se habla alemán e italiano, pero con un idioma local, íntimo, como lo es el dialecto triestino. De esos encuentros o desencuentros surge, incluso, el nombre de pluma del autor, que es italo, pero también svevo o suabo, de Suabia, al suroeste de Alemania.
Varias veces el personaje duda en acudir al dialecto triestino para expresar mejor sus sentimientos. Una es cuando piensa arreglar con Giovanni Malfenti el equívoco que surge en torno a su interés por casarse con alguna de sus hijas, y dice: “Me preocupaba la cuestión de si en semejante ocasión debía hablar en italiano o en dialecto” (p. 167), pues Svevo creía que cuando hablaban en italiano los triestinos mentían.
Esto también permea a toda la novela, que fue escrita en un italiano mentiroso, digamos, y no en ese “dialectucho”, como también le llama Zeno.

La paradoja omnipresente

“Los personajes de Svevo transitan en los tiempos de la prosperidad, de la paz y del desastre de la experiencia de la guerra”, escribió Ludwik Margules. “Zeno, el héroe de La coscienza di Zeno, parece metido en un enredo sin fin; es la víctima de la paradoja omnipresente que rige su vida. El héroe de La coscienza di Zeno parece empeñado en una batalla cuya finalidad es la elaboración del material de la paradoja para fundamentar el absurdo que gobierna su vida.”
Esto lo señala Margules en unas palabras introductorias a la adaptación dramatúrgica de la novela realizada por Tullio Kezich, publicada por Ediciones El Milagro (en 1993) según la traducción de Hugo Gutiérrez Vega y Lucinda Ruiz Posada. Dicha adaptación dio origen, además, a un teleteatro difundido por la televisión italiana que puede verse en el canal de Youtube. En éste aparece el elenco original de la pieza, que fue estrenada el 12 de octubre de 1964 en el teatro Le Fenice de Venecia.
En la adaptación, la terapia es el hilo conductor de la historia. Zeno y el doctor S. revisan los pasajes importantes en la vida del paciente; y será al fin el médico quien abandone el proceso, al huir en 1916 a Suiza a causa de la guerra.

El milagro de Lázaro

La novela fue publicada en una fecha imprecisa de 1923 por la editorial Cappelli en Boloña con cargo al autor. No tuvo un éxito inmediato, y pareció compartir el destino que habían tenido los libros anteriores de Svevo. Sólo hubo en este caso, en los primeros meses, un par de notas elogiosas.
En un número monográfico de Cahiers por un temps (Centro George Pompidou, marzo de 1987) dedicado a Italo Svevo y Trieste (con colaboraciones de Eugenio Montale, Nino Frank, Claudio Magris y Mario Fusco, entre otros), cuenta esto Leticia Schmitz, hija del escritor, al ser entrevistada por Jean Clausell: “Cuando mi padre publicó La conciencia de Zeno encontró la misma indiferencia de los críticos, sin contar los artículos elogiosos de Benco y Pasini. Envió un volumen a Joyce a París, quien entusiasmó a Cremieux y Larbaud. Gracias a ellos la obra se tradujo y apareció en 1926 en Francia, lo que lanzó definitivamente a mi padre. Así, en el prefacio de la segunda edición, papá pudo escribir que Joyce había realizado en él el milagro de Lázaro, resucitándolo de su tumba” (p. 181).
En París pudo departir Svevo con Joyce, Benjamin Crémieux, Valery Larbaud y Paul-Henri Michel, el traductor de Zeno. “Esta atmósfera amigable lo reconfortó”, dice Letizia. Y el reconocimiento en Francia impulsó otras traducciones, lo que lo llevó a ser atendido en Trieste y en Italia. Aunque de esto aclara Eugenio Montale (en el Circuito de la Cultura y de las Artes en Trieste, en ocasión del centenario del nacimiento de Svevo, discurso que funge como prólogo a la edición de Bruguera): “Sobre Svevo yo he escrito en muchas ocasiones, estando él vivo y después de su muerte, y alguien ha tenido la indulgencia de recordar que el primer examen de conjunto de la obra sveviana aparecido en una revista de difusión nacional lleva mi firma y se publicó en noviembre de 1925, un poco antes que el breve ensayo de B. Crémieux, que en 1926 provocó en París el llamado ‘Caso Svevo´” (p. 5).
Y es cierto: en el número de Cahiers por un temps se recuperan sus escritos de noviembre-diciembre de 1925 (de L’Esame) y enero de 1926 (Il Quindicinale).
Fueron, entonces, varias las voluntades que hicieron que Lázaro resucitara. Algo similar se había operado en 1922 cuando Ulises apareció en París, y Joyce aseguró que la técnica del monólogo interior la había tomado de un autor francés, Édouard Dujardin, y en específico de su novela Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), lo que revivió literaria y socialmente a Dujardin, entonces profesor de historia de las religiones en la Sorbona.
Una resurrección fallida, por cierto, es el tema del cuento de Svevo “Una burla lograda”, en el que unos amigos engañan a un compañero suyo, escritor casi sexagenario, con la noticia de que un editor alemán lo busca para proponerle el relanzamiento europeo de un viejo libro suyo. Hay incluso una reunión, en la que un tipo grotesco se hace pasar por el editor y le ofrece algo que parece ser un contrato; y los sueños literarios del protagonista, Mario Samigli, se despiertan. Cree que ha llegado su momento: "Toda la historia de la literatura estaba atestada de hombres célebres y no desde el nacimiento precisamente. En determinado momento se había fijado en ellos un crítico en verdad importante (barba blanca, frente alta, ojos penetrantes) o un hombre de negocios sagaz […] y enseguida alcanzaban la fama. En efecto, para que ésta llegue, no basta con que el escritor la merezca. Es necesario el concurso de una o más voluntades ajenas que influyan en la masa inerte de los que después leen las obras elegidas por los primeros, cosa un poco ridícula, pero que no tiene vuelta de hoja". (Todos los cuentos, Gadir, 2006, p. 174)
No le ocurre a Samigli, como víctima de una broma bastante pesada, y sí a Svevo, quien disfrutó por unos (pocos) años, gracias a Joyce y a otros, de la fama pública.

“Parezco un mexicano”

El humor sveviano es resultado de sofisticadas coreografías que se crean entre los implicados en una escena. En el capítulo del tabaco, está el modo como Zeno logra desarmar el fuerte cerco impuesto por la enfermera Giovanna, los diálogos entre ellos (ejecutados muy probablemente en dialecto triestino), la petición de cigarrillos y la aparición de la botella de coñac, que agotan entre ambos, pero más ella, hasta producirle sueño… Y la puerta se abre.
En el capítulo sobre la muerte del padre la coreografía se complica al intervenir otros participantes, pues a Zeno y a su padre enfermo se agregan María, la camarera, y Carlo, el enfermero. Afuera, el viento y la tormenta, marcan su presencia al interior de la casa. Todo esto se conjunta hasta llegar a “la terrible escena” que Zeno no olvidará nunca.
Un momento muy curioso (que de la novela salta al teatro) es cuando el padre se recupera momentáneamente, gracias a las sanguijuelas, y se mira en el espejo.
—¡Parezco un mexicano! —dice.
Me pregunto, y no encuentro la respuesta: ¿qué significará para el señor Cosini parecer un mexicano?
En el capítulo siguiente, el del matrimonio, serán más los participantes, y por ello mismo el juego se complica, pues están Giovanni Malfenti y su esposa, las cuatro hijas casaderas (en realidad tres, pues una es aún menor de edad) y un visitante inesperado, de nombre Guido Speier. Tiene Svevo la habilidad de dar a cada parte acciones significativas, y con la suma de ellas se construye un momento complejo.
De situaciones de uno a uno (Zeno y el doctor S., Zeno y la enfermera Giovanna), crece el elenco hasta a cuatro personas (Zeno, su padre, la camarera y el enfermero) y se llega a una escena familiar en la que está por resolverse un asunto crucial en la vida del protagonista, cuando decide hacer por fin la propuesta matrimonial. Hay en todo esto, por el modo como el juego se complica, una suerte de crescendo, en el que se agregan personajes (como la amante y su madre o la secretaria de Guido, entre otros). La novela se va abriendo al mundo y sus complejidades, y su punto de arribo es el caos de la guerra.
La conciencia de Zeno, expuso en 1961 Eugenio Montale, “es una gran comedia psicológica y de costumbres, una representación que no tiene un comienzo auténtico y no acaba propiamente”…
Es una novela de recorridos dobles que se entrecruzan: por el interior del personaje y el alegre drama triestino.
Hay que volver a ella, y al mismo Svevo, una y otra vez.

Junio 2023

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Décadas de vida musical en la abadía

“Ir a Abbey Road era como ir a la iglesia”, dice el músico Liam Gallagher, de Oasis, en el documental de Mary McCartney titulado Si estas paredes cantaran (If these walls could sing, 2022). Y es algo en lo que insisten muchos de los entrevistados por la hija del exbeatle, al contar la historia de esos estudios que se sitúan en el número 3 de Abbey Road, en Londres. Desde que los Beatles titularon Abbey Road su último álbum, el lugar pasó a llamarse oficialmente de ese modo: Abbey Road Studios, pues el letrero anterior, arriba de la puerta, daba la seña de la empresa EMI (Electrical and Musical Industries), aunque la gente que trabajaba ahí usualmente se refería a él por la calle en que estaba situado.
—¿A dónde vas?
—A Abbey Road.
—¿Dónde estuviste?
—En Abbey Road.
Abadía, iglesia o templo, en ese edificio se han grabado grandes discos de música clásica, rock y pop o bandas sonoras de películas. El paso peatonal, que aparece en la portada del álbum beatle, es motivo de rituales; y en el documental se ve a Paul McCartney imitar sus pasos y estar, incluso, a punto de ser arrollado por un automóvil. En las partes de cemento de las rejas los fanáticos, en actitud religiosa, escriben frases que honran a sus músicos.
Mary McCartney, nacida en 1969, llegó ahí de bebé, y sus recuerdos son vagos. Hay fotos en las que está en un tapete, con menos de un año, jugando. El impulso para realizar este documental viene de esa memoria temprana, aunque no se detiene ahí. Va hacia atrás y hacia adelante. El padre es parte central de la historia, mas el paisaje se exitiende a otras figuras. Hay momentos entrañables. Las paredes realmente hablan y cantan.
En el inicio está el hecho de la compra del edificio en una subasta por Gramophone, y cómo el jardín de atrás fue transformado en un enorme estudio para grabar música clásica con orquestas completas. El 12 de noviembre de 1931 Sir Edward Elgar dirigió ahí a la Sinfónica de Londres en la ejecución de su Pompa y circunstancia; se grabó todo directamente en un disco de cera (técnica entonces novedosa), que sirvió para hacer las copias comerciales.
De lo mucho que se narra hay una historia que sorprende: la de la violonchelista Jacqueline du Pré, que asistía a Abbey Road acompañada de Daniel Barenboim como director de orquesta. Hay filmaciones en que se muestra su modo particular, corporal, de realizar sus ejecuciones. Y se le ve y oye interpretar el Concierto para violonchelo en mi menor de Elgar… “Cuando la escuchas, sientes que entrega su alma en cada nota que toca”, dice de ella el joven violonchelista Sheku Kanneh-Mason, quien grabó décadas más tarde, en ese espacio, la misma partitura. La carrera de Du Pré tiene un final abrupto cuando se le diagnostica en 1971 esclerosis múltiple, algo que recuerda a Juan García Ponce, quien padeció lo mismo. Ella resuelve el trauma de modo positivo cuando comenta: “Naturalmente, eso provoca mucho miedo. Pero tuve suerte porque mi talento se desarrolló de forma temprana. Y cuando tuve síntomas de esclerosis múltiple tan serios como para impedirme tocar instrumentos, ya había hecho todo lo que habría querido hacer en el violonchelo”.
Según las hojas de grabación, el último día que asistió al estudio fue el 12 de diciembre de 1971, y sólo pudieron rescatarse dos tomas.
La música clásica alimentó el espíritu de Abbey Road, pero no sus finanzas. Por ello tuvieron que acudir al rock y el pop. El primer éxito, en 1958, fue “Move it”, con Cliff Richard and The Shadows. Luego, en busca de algo similar, se toparon con los Beatles, llevados por Brian Epstein, quienes el 11 de febrero de 1963 (sesenta años atrás) grabaron entero su primer álbum. Esto ocurrió en el Estudio Dos.
La dupla de Brian Epstein como mánager y George Martin como productor llegó a tener, en 1964, 36 semanas con éxitos número uno en el Reino Unido, con Cilla Black, Gerry and The Pacemaker y los mismos Beatles, entre otros. En 1967, mientras los Beatles grababan el Sgt. Pepper, un grupo nuevo, Pink Floyd, con Syd Barrett como líder, diseñaba su primer disco en el estudio vecino. Ahí mismo se creó en 1973, ya sin Barrett, The Dark Side of the Moon.
Mucho es lo que las paredes cantan, como las 19 tomas de Cilla Black al tema de la película Alfie (1966), porque el compositor de la pieza, Burt Bacharach, buscaba “algo de magia” (que ya estaba, como le demostró George Martin, en la toma cuatro); la posibilidad de ver el órgano Lowrey que se escucha al inicio de “Lucy in the sky with diamonds”; el que en su juventud acudieran a Abbey Road como músicos de estudio Elton John y Jimmy Page; el desmayo de Shirley Bassey en el cierre de la canción “Goldfinger”, de la saga de James Bond, quien alargó la última nota para empatar la interpretación con el cierre de los créditos de la cinta; las necesarias renovaciones, ante la crisis económica, como sitio de grabación de bandas sonoras de cintas como Indiana Jones o El regreso del jedi… Hasta llegar a Oasis y el pop de los noventa, y otras figuras más o menos recientes, como Kate Bush o Celeste.
Los de Oasis, abrumados por la presencia Beatle, pasaron una noche en Abbey Road escuchando a todo volumen los discos del Cuarteto de Liverpool, lo que ocasionó que una de las bocinas se rompiera.
Es mucho lo que canta y cuenta este documental de Mary McCartney. Aproximación coral múltiple a un gran templo musical.

Junio 2023

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martes, enero 31, 2023



Adiós al Mozart del futbol

Hace medio siglo, en la resaca del México 70, anticipándose al palabrerío de estos días, el cronista Manuel Seyde hizo en La fiesta del alarido (1970) este obituario sintético del Rey Pelé: “Aquí fue el hombre; en Suecia era el niño prodigio a quien le dijeron: ‘Toma el violín; toca algo para los señores’. Y él empezó su carrera luminosa y, al finalizar el Mundial de 70, es el primer juglar del mundo y cuando muera, que todos tenemos que morir aunque no nos guste, se sabrá de su grandeza”.
El hecho ocurrió: Edson Arantes do Nascimento, conocido en las canchas como Pelé, murió el 29 de diciembre de 2022, poco después de Catar 2022, cuando se discutía en las redes sociales quién ha sido históricamente el mejor futbolista de todos los tiempos. Si en el pasado se hablaba de Puskas, Pedernera, DiStéfano, Sindelar o Cruyff como posibles rivales de Pelé, en el presente se piensa en los tres Ronaldos de Brasil y Portugal (Nazario, Ronaldinho y Cristiano) o en los argentinos Diego Maradona y Lionel Messi. Y aún hoy, como diría Seyde, “Pelé se asoma por encima de todos, saltando para tocar la pelota con la frente”.
Nació el 23 de octubre de 1940. A los nueve años siguió en la radio con su padre, también futbolista, João Ramos do Nascimento, al que llamaban Dondinho, aquel partido entre Brasil y Uruguay con el que concluyó el Mundial de 1950, y que era, como prometían los políticos, la segura consagración de los brasileños como potencia del orbe. Pero no: el estadio Maracaná, vestido para la gran fiesta, entró en pasmo ante el 2-1 con el que los uruguayos vencieron todos los sueños. Maracanazo, le llaman. Como muchos, Dondinho lloró; y al verlo así el hijo le prometió llevarle a casa, alguna vez, ese trofeo… Lo que ocurrió muy pronto, ocho años más tarde, cuando el joven Pelé, de 17 años, se presentó en Suecia 58.
Mucho de la vida de Pelé se ha contado en estos días. Las fuentes para saber su historia son varias. Hay un documental muy amplio, accesible en streaming, Pelé (David Tryhorn y Ben Nicholas, 2021), en el que, alternando con el material fílmico histórico, se le ve ya con problemas para caminar (con los apoyos de andaderas o sillas de ruedas), conmovido por momentos en el recuerdo de los juegos definitivos, en reuniones con excompañeros tanto del Santos como de la selección, o tamborileando con los dedos un viejo cajón de madera para bolear zapatos, oficio que ejerció en su niñez. Y están los libros, como el de Seyde, que en su parte final reseña el Mundial de 1970; o películas como Futbol México 70 (Alberto Isaac, 1970), que cuenta aquella fiesta futbolera que consagró a Pelé y a su selección.
Y queda además la memoria de quienes asistieron, o asistimos, a aquellos encuentros deportivos y vieron, vimos, al maestro ejecutar su magia. Cuando miro la foto en la que llevan en hombros a Pelé en la cancha del Azteca, aquel 21 de junio de 1970 (portada de muchos diarios el 30 de diciembre de 2022), suelo pensar que ahí estuvimos mi hermano Carlos y yo, a los 11 y siete años de edad, perdidos entre la multitud, en la parte más alta del estadio, esa que llaman El Palomar, en la cabecera sur, donde casi se podía tocar el techo.
—Mira —señalo la tribuna—, ahí estamos —como si fuera posible vernos.
E incluso puede uno remitirse a quienes alguna vez lo enfrentaron. En mis tiempos de cronista deportivo fui invitado a presenciar, en un restaurante de Coyoacán, una reunión anual de futbolistas que vencieron al Santos de Pelé. El anfitrión fue Reinaldo Giacomini, y asistieron Héctor Ortiz, El Chato; Dante Juárez, El Morocho; José Antonio Roca; Jorge Morelos, Vitola; José Moncebáez; Melesio Osnaya, El Pirrín, Carlos Guevara y José Luis Lamadrid… Recordaron que 35 años atrás (el 2 de febrero de 1961) un Necaxa reforzado por jugadores del Toluca y el Atlante se enfrentó al Santos de Brasil en el estadio de Ciudad Universitaria, con un resultado que sorprendió a todos: los locales 4, visitantes 3.
Jorge Morelos vigiló la portería, y de Pelé me contó esto: “Yo me decía: han de exagerar los que hablan de él, se me hace que están exagerando. Al empezar el partido descubrí que era más de lo que me habían dicho: tenía muchas habilidades, era el jugador completo, corría, tocaba con el talón, se desmarcaba…”
Sin embargo, en un choque aéreo, en el que participaron Morelos, Pedro Dellacha y Pelé, este último se luxó un hombro y abandonó el campo.
Las lesiones perseguirán a Pelé en el Mundial de Chile 62, pues los golpes continuos eran para sus rivales la única forma de detenerlo, aunque esa vez su país ganó el torneo; y un poco lo mismo, y el surgimiento entonces de un juego defensivo y de gran fortaleza física (con el agregado de estrategias concebidas directamente para anularlo y una actuación equívoca de los árbitros), transformarán en fracaso su participación en Inglaterra 66.
Por ello dudó en seguir en la selección; sentía que, fuera de su debut, los Mundiales no eran para él… Hubo, no obstante, toda una campaña de Estado para que figurara en México 70; incluso se impuso Pelé a sus rivalidades con el entrenador João Saldanha (quien lo declaró miope), sustituido éste por Mario Zagallo a meses de que iniciara la justa. De ese Mundial sobresalen dos instantes:
Uno, aquel gran gol que no fue, ante Checoslovaquia, al minuto 41, cuando intentó vencer al arquero desde la media cancha y Viktor (sigo a Seyde) corrió hacia atrás aterrado, como esos jardineros que tratan de fildear una pelota, mas ésta picó cerca del poste izquierdo y se fue. El mejor gol, dice Seyde, “es el que no se hace”.
Y el otro, que también exalta Seyde, es cuando se eleva Pelé, en la final contra Italia, a pase de Rivelino, superando a Burgnich, para dirigir el esférico con la frente hacia donde Albertossi no podía llegar. Fue el 1-0.
—Saltamos juntos —contó luego Burgnich—, pero cuando volví a tierra vi que Pelé se mantenía suspendido en la altura.
El Rey ha muerto. ¡Viva Pelé!

Enero 2023

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martes, diciembre 20, 2022



Cien años sin Marcel Proust

“Lo que lo consumía, en su obra, era el tiempo”, dice Céleste Albaret de su patrón y amigo Marcel Proust (1871-1922). “Perseguía el tiempo en sus libros, y sin embargo se sentía atrapado por él en la vida.”
Fue ella, su asistenta personal, quien acompañó al escritor en sus últimos ocho años, los más importantes en la escritura de En busca del tiempo perdido. No sólo lo atendía en todas sus necesidades. A Céleste le dictaba; y también era ella la encargada de preparar el engrudo y pegar en los cuadernos las hojas manuscritas con las que se añadían pasajes a los libros en proceso. Sin su apoyo, poco se hubiera avanzado. Y es la “querida Céleste”, junto con Robert Proust, el hermano, quien lo ve morir el sábado 18 de noviembre de 1922 hacia las 16:30.
Esa tarde el “pequeño Marcel”, el “gentil Marcel”, como le decían los cercanos, se quedó mirándolos desde su cama. “No nos quitaba los ojos de encima. Era atroz”, recuerda Céleste.
“Permanecimos así unos cinco minutos. Después, de repente, el profesor se acercó, se inclinó dulcemente sobre su hermano y le cerró los párpados, mientras sus ojos seguían girados hacia nosotros.”
—¿Está muerto? —preguntó ella.
—Sí, Céleste. Se acabó.
El de Céleste Albaret es un testimonio de primera mano sobre esa etapa última. A éste se remiten los mismos biógrafos de Proust. Luego del deceso, ella guardó silencio. Proust le había anticipado que muchos la buscarían, y que era preferible la discreción. A los ochenta y dos años, luego de escuchar historias fantásticas sobre la vida y la muerte de su patrón, aceptó que fueran grabadas sus conversaciones con Georges Belmont, como una forma de recuperar su propio tiempo perdido, lo que dio origen al libro Monsieur Proust, publicado originalmente en 1973; sigo aquí, en sus capítulos finales, la edición de Capitán Swing (Madrid, 2013), y de ahí provienen los diálogos que cito. Fueron, dice Belmont, cinco meses de entrevistas, setenta horas grabadas. Hay incluso una adaptación (alemana) a la pantalla: Céleste, Percy Adlon, 1980.
En este centenario, Céleste Albaret es la fuente directa para intentar comprender la muerte temprana, a los 51 años, de uno de los mayores narradores del siglo XX.

El año 22

Aun ahora, el año 22 del siglo XX es un potente motor literario. Hemos seguido a lo largo de este 2022 los centenarios de obras de ruptura como Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot, Trilce de César Vallejo o El soldado desconocido de Salomón de la Selva… La vigencia de estas propuestas literarias hace, por contraste, que lo actual palidezca. ¿Qué se ha publicado este 2022 a la altura de esos cuatro títulos?
El cierre de ese annus mirabilis, por desgracia, tiene tintes trágicos, pues camina hacia la muerte. Aunque no empieza mal: en 1922 Proust, en casa, recibió ejemplares de Sodoma y Gomorra II, se entretuvo en algunos añadidos (a La fugitiva, por ejemplo, que aparecería en Gallimard en 1927 como Albertine desaparecida), revisó las pruebas de imprenta de La prisionera (1923) y puso el punto final de la saga —en los cuadernos de lo que se llamaría El tiempo recobrado, a publicarse en 1927—. Estos menesteres los realizó a pesar de su estado físico, con el deterioro irremisible de su salud, en los descansos de accesos severos de tos y asfixia, en una habitación que con el avance del otoño se fue tornando cada vez más fría.
Por cierto: en sus antimemorias, el narrador peruano Alfredo Bryce Echenique hace este apunte cómico: recuerda a su madre como gran lectora del francés, afición que motivó su primer viaje a Europa. Cuenta: “Nunca olvidaré, por ejemplo, la mañana de invierno aquella en un que un amigo nos llevó a la mismísima casa de Proust donde [mi madre] se lució narrando de paporreta capítulos enteros de En busca del tiempo perdido, mientras que los demás nos moríamos de frío en aquella casa muy húmeda y sin calefacción alguna” (Permiso para retirarme, Antimemorias III, Anagrama 2021, p. 78).
Esos dos factores, la humedad y la falta de calefacción (señalados por Bryce Echenique de un modo gracioso), fueron decisivos en 1922 para quebrantar a un hombre de por sí asmático.

Marcas temporales

Proust luchaba contra el tiempo. Sabía que el libro final daría forma a todo el proyecto. Sin él, su construcción carecía de sentido.
El tiempo es un factor que acompaña al Ulises de Joyce y a la saga de Proust. En el irlandés, cada capítulo tiene sus marcas temporales, en el avance del día ese 16 de junio de 1904: hacia las 9, por ejemplo, llega a la Torre Martello la mujer que vende leche; como a esa hora, minutos después, Stephen Dedalus camina hacia la escuela para impartir su clase de historia; entre diez y once el artista ya no adolescente deambula por la playa; al término de su trayecto se cruza con el cortejo fúnebre de Paddy Digman, y en una de las carretas viajan, entre otros, su padre, Simon, y un amigo de éste, Leopold Bloom… El entierro será a mediodía. El Ulises tiene inserto un reloj o un cronómetro de alta precisión.
En la novela de Proust las marcas temporales no refieren las horas, como en Joyce, sino el cambio de épocas, como si se tratara de un almanaque o un calendario en el que se resaltan, por ejemplo, algunas novedades tecnológicas: la aparición de los automóviles, el primer avión que es observado flotando en el cielo, la llegada de la luz eléctrica a París, la instalación de los aparatos telefónicos… Igualmente, algunos sucesos de la vida francesa (como el desarrollo del caso Dreyfus, asunto que dividió a la sociedad) nos sitúan en contextos históricos determinados.
El relato ocurre entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Los personajes crecen y envejecen con el narrador, hasta una reunión final en la que sus cambios físicos son notorios. Marcel se da cuenta entonces que todo se ha ido fugazmente. Ha perdido el tiempo, literalmente, al ser una suerte de socialité, aficionado a la convivencia con duques y duquesas en los salones parisinos. ¿Cómo recuperar ese tiempo perdido? La escritura se presenta como una posibilidad. Una campanilla, una baldosa suelta en la avenida, las migajas de una magdalena mezcladas en te de tila funcionan como artilugios inesperados para escuchar, sentir o paladear lo remoto. Son accesos o llaves. El final es apenas el comienzo. ¿Lo inmediato? Reconstruir todo un pueblo, Combray, y andar y desandar dos caminos: el de Swann y el de Guermantes.
Esa construcción, que se le aparece completa en la mente al beber una taza de té de tila, le llevará, para concluirla, más de diez años. Poder terminarla era su angustia. ¿Le alcanzaría el tiempo?
Lo que emprendió Proust tenía antecedentes en la literatura francesa. Dos de sus modelos son las Memorias de ultratumba, de Francisco Renato de Chateubriand, y la Comedia humana de Honorato de Balzac. Y era, a la vez, diferente. Porque se trataba de una memoria ficticia, y no planeó escribir novelas sueltas que conformaran un todo, sino una novela total: era la re-creación imaginativa de un universo entero, centrado o concentrado en una sola mirada. À la recherche, dice Peter Quennell, “es una obra novelesca construida sobre principios poéticos” (En torno a Marcel Proust, Alianza Editorial, Madrid, 1974, p. 26).
Es mirada y oído, olor, gusto y tacto, pues se trata de usar los cinco sentidos con una enorme intensidad. El narrador piensa el mundo, sobre todo, desde la pintura, la música y la literatura; y de ahí nacen esos artistas ficticios —el pintor Elstir, el pianista Vinteuil y el literato Bergotte— que anima y admira. Son esas artes sus materiales básicos para construir una catedral o un gran castillo que se sostiene en el aire por su capacidad inventiva.

Mudanzas

La muerte, dice Céleste, “comenzó para él con nuestra partida del boulevard Haussmann, que fue un verdadero desgarramiento moral”.
Como sabe quien lo ha leído, Proust tenía una relación especial con los espacios y los muebles, para él también habitantes de una casa. El departamento en el boulevard Haussmann se transformó en un sitio familiar y amigable, acondicionado a sus necesidades de escritura (como aquello de los corchos en las paredes para insonorizarlo)… pero un día, a finales de 1918, se enteró que tenía que desalojar. Su tía, dueña del edificio, lo vendió sin avisarle. Especula Céleste que de saber esas intenciones, el mismo Proust hubiera podido adquirirlo. No tuvo esa oportunidad.
La mudanza fue inesperada. Tuvo que deshacerse de muchos muebles queridos. Se instaló brevemente, en mayo de 1919, en la rue Laurent-Pichat, y luego encontró Céleste un piso en la rue Hamelin, a donde se mudaron en octubre. Mandó encorchar las paredes. Proust siempre lo consideró, no obstante, un sitio de transición. El gran problema era el tiro defectuoso de las pequeñas chimeneas, por lo que el humo se escapaba a las habitaciones. Proust ordenó que no se encendiera más el fuego.
Le dijo una vez a su asistenta:
—Ya verá, querida Céleste… Cuando haya escrito la palabra “fin” partiremos hacia el sur. Iremos a descansar; sí, nos tomaremos unas vacaciones. Los dos las necesitamos mucho, porque también usted está agotada.
Algo curioso que ocurrió en ese departamento fue el concierto íntimo, para un solo escucha, del Cuarteto Poulet, contratado por Proust, que interpretó para el anfitrión aquel Cuarteto de César Franck que suele asociarse con la música de Vinteuil.
Hacia 1922 ya casi no salía. Comía muy poco; su dieta consistía, sobre todo, en leche y café. Una tarde tocó el timbre y acudió Céleste a la recámara. Proust acababa de despertar.
—Sabe, ha ocurrido algo grandioso esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Adivine.
—Monsieur, no imagino qué puede ser, no logro adivinarlo. Debe tratarse de un milagro. Tiene que contármelo.
—Pues bien, mi querida Céleste, voy a decírselo. Es una gran noticia. Esta noche he escrito la palabra “fin”. Ahora puedo morir.
—Ya veo que se siente muy feliz, ¡y yo también estoy tan contenta de que haya llegado al final de lo que se proponía! Pero, conociéndolo como lo conozco, temo que no hayamos acabado de pegar papelitos ni de añadir correcciones.
—Eso, Céleste, es otra cosa. Lo importante es que, desde ahora, ya no estaré angustiado. Mi obra puede ser publicada. No me habré sacrificado en balde.
Luego vino el final: una gripa mal cuidada, una atmósfera hogareña gélida, las recomendaciones no atendidas de recibir inyecciones o llevarlo a un hospital, crisis asmáticas, accesos de tos, una dieta mínima… “Estoy segura de que esperaba seguir viviendo”, contó Céleste, “pero el resorte se había aflojado a partir del momento en que había escrito la palabra ‘fin’”.
Aún la noche del 17 al 18 de noviembre retomó con Céleste algunas correcciones y añadidos. A las tres y media de la mañana pararon.
—¿No se olvidará de pegar los papeles en su lugar, Céleste?
Horas después, Proust decía ver frente a sí a una mujer enorme vestida de negro. Caminaba ya su alma hacia un tiempo detenido.

Una triste mañana gris

El funeral de Proust, dice George D. Painter, fue el martes 21 de noviembre al mediodía en la iglesia de Saint-Pierre-de-Chaillot. Céleste lo corrige en cuanto a la fecha: ocurrió el miércoles 22. Y ese es el dato que da también Patrick Roegiers en su novela La nuit du monde (2010). “Fue una triste mañana gris”, describe Roegiers. Parecía una escena sacada de El tiempo recobrado, libro aún inédito; cuenta Painter: “Proust estaba rodeado de cuantos habían sido sus amigos en vida, y parecía que una multitud de fantasmas se hubiera reunido para honrar a un hombre vivo” (Marcel Proust, 2, Alianza Editorial/Lumen, Madrid, 1967, p. 562).
Entre los presentes estaba James Joyce, aquel escritor irlandés con el que se había encontrado (y desencontrado, pues poco pudieron decirse, sin haberse leído entre ellos) en el hotel Ritz meses atrás, el 18 de mayo.
El cortejo tuvo como destino el cementerio del Père Lachaise, donde aún descansa Marcel Proust, junto con sus padres, bajo una lápida de mármol negro.
Uno se pregunta: ¿tiene Proust los lectores que merece? Serán contadas las personas que han cubierto el trayecto completo. Sus libros están siempre en las librerías, pues es un longseller: un autor que no deja de venderse… Hay aventureros que han llegado al final, y celebran haberlo hecho. Si cada libro tiene sus virtudes, y puede disfrutarse individualmente, la visión de conjunto es realmente espectacular. Es ahí donde uno entiende todo. Es como correr la Tour de France y alzar los brazos al cruzar por el Arco del Triunfo. Y no hay fatiga; al contrario, queda el impulso del volver a la primera frase (“Mucho tiempo he estado acostándome temprano”) y empezar de nuevo.
Hace algunos años, en la Casa de las Humanidades de la Universidad Nacional, coordiné un grupo de lectura que se propuso, en principio, leer los tres primeros tomos. Al finalizar esa etapa decidimos seguir. En diez meses (de agosto de 2009 a mayo de 2010) concluimos. Una alumna, Isabel Álvarez, fue señalando en la lectura los platillos que se preparaban o consumían, y buscó las recetas originales. Para celebrar la conclusión, nos recibió en su casa con una comida digna de duques y duquesas; la novela se transformó en una mesa servida de modo espléndido.
Nos acompañó esa tarde Luz Aurora Pimentel, experta universitaria en dos escritores complejos (Joyce y Proust), y autora, posteriormente, de un tomo ahora indispensable: Cuadros color de tiempo: ensayos sobre Marcel Proust (Bonilla Artigas, 2019). Ahí apunta: “El tiempo en Proust es tanto la experiencia como la representación de la existencia simultánea en todos los tiempos, en todos los sentidos. Es un tiempo literalmente encarnado. Al final de la obra, por ejemplo, el tiempo cobra forma en los cuerpos envejecidos de los personajes, pero también en el hermoso cuerpo de la joven Mlle de Saint Loop, en quien convergen aquellos caminos —el de Swann y el de Guermantes— opuestos en apariencia, pero que en ella se funden” (p. 15).
Hubo esa tarde en casa de Isabel Álvarez vino francés, té de tila y madeleines. Bebimos y comimos En busca del tiempo perdido. Debe haber historias similares en muchas partes del mundo. Hay un documental sobre un grupo argentino de lectores constantes de Proust, que practican un loopcontinuo con los siete tomos. Pese a la extensión de su gran proyecto (se le suele incorporar en las listas de obras por pocos terminadas), Proust tiene sus fieles seguidores.
Alegaría en su favor el mismo Charles Swann cuando dice, en el tomo primero (en la traducción de Pedro Salinas): “Lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida” (Alianza Editorial, Madrid, 2013, p. 41).
Curiosamente, mi primera lectura de Proust fue en el verano de 1986, mientras ocurría en México el Mundial de Futbol, del que no recuerdo haber visto un solo partido. No fue una pedantería de mi parte saltarme ese encuentro deportivo lleno, lo descubrí más tarde, de grandes luces; simplemente me sentí absorbido por la escritura de Proust y hallé entonces la forma de aislarme de todo ese ruido mediático y leer hasta ocho horas diarias.
El centenario de su muerte coincide ahora, en cuanto a fin de semana, con otro Mundial. Y pienso que si se valoran los aportes o se jerarquiza con justicia (en comparación con el balompié, agradable cuando se juega bien o bonito, pero con atención excesiva por los intereses comerciales), es de mayor significación humana o cultural lo hecho por el autor francés, quien llevó a sus límites las herramientas literarias, hasta agotarse a él mismo, para mostrarnos cómo es amplio y diverso el mundo si se le mira, y se le recrea, de la forma adecuada.
En 1922 Proust sabía que su muerte física estaba cercana, pero también le quedaba claro que su catedral narrativa por fin terminada le sobreviviría. Le aseguró a Céleste: “Cuando yo muera, oiga lo que le digo: me leerán. Usted asistirá a la evolución de mi obra a los ojos y en la mente del público”.
Y me parece que así ha ocurrido.

Noviembre 2022

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Cien años de El soldado desconocido, de Salomón de la Selva

Para Aura María Vidales,
sobrina-nieta del nicaragüense

De las grandes obras centenarias a celebrar este año, principalmente Ulises de James Joyce, Tierra baldía de T. S. Eliot y Trilce de César Vallejo, suele olvidarse que en 1922 apareció en México, en ediciones Cvltvra (con ilustración en portada de Diego Rivera), El soldado desconocido, del nicaragüense Salomón de la Selva (1893-1959). Podrían encontrarse afinidades en estas cuatro piezas de vanguardia; y la primera, claro está, sería eso mismo: el constituir ejemplos mayores de una literatura de ruptura.
En el epílogo a la antología Laurel (de publicación original en 1941, reeditada en 1986), escribió Octavio Paz sobre Salomón de la Selva: “Fue el primero que en lengua española aprovechó las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; no sólo introdujo en el poema los giros coloquiales y el prosaísmo sino que el tema mismo de su libro único […] también fue novedoso en nuestra lírica: la primera guerra vista y vivida ‘en el dug-ot hermético,/ sonoro de risas y de pedos/ como una comedia de Ben Jonson’” (Trillas, México, p. 496).
Me intriga la ambigüedad del término “libro único” usado por Paz, pues no se sabe si lo describe así por su singularidad o por constituir para él la solitaria muestra poética digna de elogio en la producción del nicaragüense, quien no arranca ni se detiene en El soldado desconocido. Hay un poemario anterior, escrito en inglés, Tropical Town and other poems (1918), del que se sabe poco y hay muestras escasas; y varios títulos que le siguieron: Evocación de Horacio (1949), Evocación de Píndaro (1955), Canto a la independencia nacional de México (1955) y Acolmixtli Nezahualcóyotl (1958), entre otros, además de ese raro portento prosístico y editorial (volumen en gran formato con audacias tipográficas) que es Ilustre familia: novela de dioses y de héroes (1952).
Finalmente, el término usado por Paz parece marcar una preferencia. Y es quizá una mosca rara e incómoda en medio de tantas novedades que atribuye a Salomón de la Selva. Repito: según Paz, es el primero en aprovechar en lengua española las experiencias de la poesía norteamericana contemporánea; es el introductor de los giros coloquiales y el prosaísmo, y es singular, además, por el tema de la Gran Guerra (1914-1918), “vista y vivida” por el autor. No son méritos menores.
Así lo ubica José Emilio Pacheco: “En 1922, cuando Henríquez Ureña constituye el grupo de sus nuevos discípulos, De la Selva publica su libro más importante: El soldado desconocido. En sus páginas está ‘la otra vanguardia’. Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al poeta como ‘mago’, se opone la figura del bufón doliente y el ser degradado. Escribir versos no es jugar al ‘pequeño dios’, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, puede expiarse describiendo el lodo de las trincheras”.
El párrafo de Pacheco (cuya fuente son las “Notas sobre la otra vanguardia”, Revista Iberoamericana, 1979) es citado por Miguel Ángel Flores en el prefacio a la antología El soldado desconocido y otros poemas, editada por el Fondo de Cultura Económica en 1989 y reimpresa en 2005 (sin reimpresión este año, como era necesario hacerlo), en la que Flores tomó la sabia decisión de incluir íntegro El soldado desconocido, acompañado por una selección reducida (y quizá insatisfactoria) de sus otros versos. Acaso las guías para esto sigan siendo Paz y Pacheco, pues para uno El soldado es “su libro único” y para el otro “su libro más importante”. Era sin duda necesario tenerlo completo, y con ese ejemplar en mano podemos leerlo ahora y celebrarlo en su centenario.
La novela Ulises de Joyce tuvo sus rechazos (el más célebre por parte de Virginia Woolf) por aquellos episodios que eran considerados como sucios, como acompañar a uno de sus protagonistas al retrete, escuchar un pedo sonoro o verlo masturbarse en la playa. De El soldado desconocido, un crítico anónimo escribió: “Ante todo, su autor cree que El soldado desconocido está escrito en verso y esta creencia es una temeridad; el libro es prosa distribuida arbitrariamente en las páginas, prosa llena de mugre, vulgar, en algunas partes asquerosa, distanciada del alma, del arte, del ensueño y hasta de la decencia. En El soldado desconocido su autor piensa ser realista y sólo acierta a mancillar la lengua castellana con crudezas llenas de bellaquerías” (citado por Miguel Ángel Flores, p. 23 del prefacio).
¿Qué hay ahí? ¿Cómo fue que un joven nicaragüense pudo participar en la Gran Guerra y referir más tarde sus experiencias en ese conflicto en una obra escrita de intención poética?
Remito a los interesados en la vida de Salomón de la Selva al prefacio de Miguel Ángel Flores, quien a la vez se sirve de una biografía de Mariano de Fiallos Gil (Salomón de la Selva: poeta de la humildad y la grandeza, Nicaragua, 1962), ubicable en la Biblioteca Central de la Universidad Nacional Autónoma de México. Habría una fuente más, por desgracia inédita, que es el libro Salomón de la Selva (1893-1959): vida y poesía, de Marco Antonio Millán (amigo y editor del bardo), del que conservo una copia mecanográfica.
Resumo brevemente la trayectoria del nicaragüense para llegar a Europa: por salvar a su padre, preso como opositor a la dictadura, se acerca al jerarca en turno, el general Zelaya, y le recuerda los derechos del hombre y del ciudadano. El gesto ante el dictador, a quien le simpatizó el muchacho de 12 años, lleva a dos resultados: el padre queda libre y Salomón recibe una beca para trasladarse a los Estados Unidos de Norteamérica, un apoyo que dura tanto como el general en el poder: no mucho. Y esto deja a Salomón de la Selva en el desamparo en la ciudad de Nueva York. Sus avatares son varios, en el ejercicio de diversos oficios; y su residencia neoyorquina es en parte la explicación de que su primer poemario haya sido escrito en inglés. Tiene un gran amorío con Edna St. Vincent Millay, la gran poeta, de quien traducirá más tarde en la revista América el poema largo “Renascence”.
Así recordó Salomón de la Selva (en tercera persona) ese romance: “¡Todo el tiempo que duró su amistad los dos eran tan pobres! Su mayor lujo sería, como lo canta con infinita ternura Edna en la poesía que se llama ‘Recuerdo’ (así, en español), ir y venir en las barcazas que surcan la bahía de Nueva York, mordiendo frutas, hasta quedar cansados, pero llenos de alegría, al amanecer después de larga noche, y dar a alguna viejecilla las manzanas y peras que no se comieron y toda la morralla que llevaban, quedándose sólo con lo justo para pagar el pasaje en el subway” (citado por Flores, p. 17).
El poema “Recuerdo”, de A Few Figs From Thistles (1922), puede escucharse en voz de su autora en la plataforma YouTube en este enlace: https://www.youtube.com/watch?v=mYQkEkB_fhk. Así arranca:

We were very tired, we were very merry—
We had gone back and forth all night on the ferry.

[Estábamos muy cansados, éramos muy felices—
Fuimos y vinimos toda la noche en el ferry.]

En Conversación con los difuntos (1991), Eliseo Diego traduce algunos poemas de Edna St. Vincent Millay, y en la nota introductoria comenta al paso que ella “tuvo amores con el nicaragüense Salomón de la Selva, inmenso como su nombre”. Hay una foto juvenil de Edna, tomada por Arnold Genthe, que provoca en Eliseo Diego este arrebato: “De Edna St. Vincent Millay me enamoré yo sin remedio […] no más con sólo mirar su foto de muchacha. Está sola en un jardín, quién sabe dónde. Viste sencillamente de blusa y saya. Inclina leve la cabeza sobre un hombro y extiende los brazos delicados para acariciar las ramas de un arbusto de flores blancas. ¿A quién o qué mirar? Alguien alguna vez lo supo y se ha callado” (p. 96. Ediciones del Equilibrista, México).
Y un día, en 1918, cuando falta poco para que concluya la guerra, informa Miguel Ángel Flores, a los veinticuatro años se alista Salomón de la Selva en el ejército inglés.
Hagamos aquí a un lado la bibliografía y veamos (leamos) directamente el libro.

Ya me curé de la literatura

En el prólogo al poemario, escribe Salomón de la Selva: “Claramente se ve que ni John, ni Tim, ni Tommy, ni Guy puede ser el héroe de la Guerra. El héroe de la Guerra […] es el Soldado Desconocido. Es barato y a todos satisface. No hay que darle pensión. No tiene nombre. Ni familia. Ni nada. Sólo patria” (p. 54).
Y luego cuenta: “Me conmovió mucho leer que se le tributaban honras heroicas al Unknown Soldier inglés. He pensado que muy bien pude haber sido yo mismo ese héroe desconocido. Explico que tuve la buena suerte de servir, voluntario, bajo la bandera del rey don Jorge V; enseña que fue de la madre de mi padre. Por eso pude escribir este poema” (p. 54).
Efectivamente, como apunta Pacheco, en los primeros versos desprecia su condición de poeta. Hace un recuento breve de los oficios de quienes lo rodean, y ve que uno era zapatero, otro hacía barriles y uno más era mozo en un hotel del puerto.


¿y yo? ¿Yo qué sería
que ya no lo recuerdo?
¿Poeta? ¡No! Decirlo
me daría vergüenza. (p. 66)

De igual modo, desecha la lira. Dice:

Yo quiero algo diferente.
Algo hecho de este alambre de púas;
algo que no pueda tocar un cualquiera,
que haga sangrar los dedos,
que dé un son como el son que hacen las balas
cuando inspirado el enemigo
quiere romper nuestro alambrado
a fuerza de tiros.
Aunque la gente diga que no es música,
las estrellas en sus danzas acatarán el nuevo ritmo. (p. 77)

La guerra tiene que ser observada y vivida. Están las balas, los heridos, bayonetas y granadas; hay, prisioneros, y muchos sufren los estertores de la muerte. En el cuerpo hay sudor y piojos; se habla de pedos y sobacos; los soldados se hunden en charcas putrefactas, y al alargar la mano en el suelo la meten, sin querer, en la boca de un cadáver. Su espanto hace que envejezcan años en una sola noche. Ese entorno rudo pide formas nuevas para ser descrito. Ante ello, dice Salomón:

Ya me curé de la literatura.
Estas cosas no hay cómo contarlas.
Estoy piojoso y eso es lo de menos.
De nada sirven las palabras. (p. 93)

Se detectan los prosaísmos en versos que pueden ser descompuestos y transcritos de corrido, de esencia narrativa, como estos: “Salimos de nuestro campamento en Suffolk casi al anochecer. La banda no dejó de tocar un momento hasta partir el tren. En la estación nos besaron las muchachas. Yo creo que lloré” (p. 71).
Y en ese contexto de batallas y sangre es donde el poemario llega a grandes momentos, como en el poema dedicado a “La bala”. Quizá en ello es donde José Emilio Pacheco encuentra la anti-poesía, por la irrupción de elementos hasta entonces acaso ajenos al universo común de los poetas, como si el mismo proyectil alterara el aliento lírico:

La bala que me hiera
será bala con alma.
El alma de esa bala
será como sería
la canción de una rosa
si las flores cantaran,
o el olor de un topacio
si las piedras olieran,
o la piel de una música
si nos fuese posible
tocar a las canciones
desnudas con las manos.

Si me hiere el cerebro
me dirá: Yo buscaba
sondear tu pensamiento.
Y si me hiere el pecho
me dirá: ¡Yo quería
decirte que te quiero! (p. 73)

A salvo

En 1919, en una revista cubana, con texto fechado en la ciudad de Mineápolis, Pedro Henríquez Ureña dio la noticia de que Salomón de la Selva había sobrevivido a la Gran Guerra. Explicó que el nicaragüense se había alistado en el ejército de Inglaterra a mediados de 1918, cuando acababa de publicar su primer libro de versos en inglés: "Desde mediados de 1917, estaba pronto a entrar en filas, a pelear en la guerra justa: en el trainning camp había conquistado el derecho a ser teniente; pero el ejército de los Estados Unidos se mostraba reacio a admitirle si no adoptaba la ciudadanía norteamericana, y el poeta declaró que no abandonaría la de Nicaragua. Al fin, hastiado de gestiones inútiles, se alistó como soldado en el ejército de Inglaterra, patria de una de sus abuelas. Después del aviso de su llegada a Europa, las noticias faltaron durante meses, ahora sabemos que se halla cerca de Londres, y que de cuando en cuando visita los centros de reuniones literarias, donde se le acoge con interés". (Texto puesto a manera de epíliogo en la antología del FCE, p. 293)
Mientras regresa Salomón a sus ámbitos comunes, revisa Henríquez Ureña su producción poética hasta el momento, que consiste en el poemario publicado en inglés, Tropical town and other poems, que lo sorprende por su variedad de temas y de formas, y ve en él “un delirio juvenil que se apodera de del mundo por intuiciones rítimicas”, mas aún sujeto a las normas del siglo XIX. “Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las innovaciones”, asegura. Cree que podría seguir escribiendo en inglés, mas no será así.
Por recomendación de Henríquez Ureña, José Vasconcelos trae a México a Salomón de la Selva, quien hereda el modesto empleo de Ramón López Velarde (fallecido el 19 de junio de 1921) en la revista El Maestro. Y en 1922 publica acá, en la editorial Cvltvra, “su libro fundamental”, como lo llama Miguel Ángel Flores; “único”, dirá Paz, o “más importante”, según Pacheco… lo que es en cierto modo injusto, pues hay gran poesía, por ejemplo, en las “evocaciones”, tanto la de Horacio como la de Píndaro.
La primera Guerra Mundia, dice Miguel Ángel Flores, “fue miseria, derrota personal, frustración. En los campos de batalla quedaron grandes promesas de la poesía inglesa. Entre las víctimas de esa guerra estuvieron también el alemán Trakl y el francés Apollinaire. Eluard, como muchos otros, quedaría dañado por los efectos de los gases venenosos. Fue el bautizo de fuego de una nueva generación que había fundado la vanguardia del siglo XX, y que en las distintas lenguas de Europa tomó los nombres de expresionismo, imagismo, futurismo, cubismo. El saldo de la guerra para Salomón fue un conjunto de poemas que se referían a ésta en términos directos, prosaicos y en un tono de brutalidad que buscaba rimar con los hechos sórdidos que significaban las batallas, realizadas ahora con armamentos cada vez más letales. El soldado desconocido nace de la amargura, la decepción y la desesperanza” (p. 18)
Escribe, por su parte, Marco Antonio Millán en su ensayo biográfico inédito: “Esta obra, que es un conjunto de vibrantes y raros poemas, resulta además, si se analizan debidamente sus valores y las circunstancias en que éstos se produjeron, nada menos que el testimonio poético por excelencia de esa lucha internacional: una Ilíada rediviva, estructurada con depurados acentos indolatinos, contemporáneamente sin rival, dado que ni Apollinaire, ni Marinetti, ni Pound, ni poeta alguno de la época produjeron nada, que uno sepa, a la altura de la tremenda hecatome, con pretensión de canto mayor, y apenas dos o tres novelas, como la ejemplar de Remarque y El fuego de Barbusse, calaron con arte verdadero y conmovedor surcos trascendentes sobre el difícil asunto” (pgs. 9 y 10 del original mecanográfico).
La guerra, como experiencia defintiva, transformó a Salomón de la Selva… y su poemario innovador modificará sustancialmente, además, a la poesía latinoamericana. La de El soldado desconocido será una bala de hondo calibre, pero “una bala con alma”.

Octubre 2022

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Centenario del Ulises de James Joyce

Ulysses es una catástrofe memorable,
inmensa en su osadía, terrible en su desastre.
Virginia Woolf, The Common Reader

Muy temprano, el 2 de febrero de 1922 (cien años atrás), recibió James Joyce (1882-1941) el mejor regalo de cumpleaños: la copia número uno de su novela Ulises. La editora, la norteamericana Sylvia Beach, dueña de la librería Shakespeare and Company, ubicada en el número 12 de la Rue de l’Odéon, en París, había sido informada el día anterior por parte del impresor que en el expreso de Dijon, con arribo programado a las siete de la mañana, vendrían los dos primeros ejemplares de la novela. Debía contactar al revisor del tren para que le entregara el paquete. De la estación Sylvia Beach corrió a llevar a su autor (quien vivía en el número 71 de la Rue du Cardinal Lemoine, en un departamento prestado por Valery Larbaud) ese tomo de tapa azul con tipografía blanca (los colores de la bandera griega, como tributo homérico), un tabique de 732 páginas que pesaba, exactamente, un kilo con cincuenta gramos. De ahí se fue a la librería, donde dio un sitio de honor en el escaparate a la copia número dos… pero esto generó la idea, entre los curiosos, de que ya podía ser adquirida, por lo que se formó pronto una fila, y luego de dar algunas explicaciones prefirió poner a buen resguardo el ejemplar. Todo esto lo cuenta Sylvia Beach en sus memorias (Shakespeare and Company, Ediciones de Nuevo Arte Thor, Barcelona, s/f).
¿Cómo es que se dio en París esta conjunción de un autor irlandés ya con cierto renombre, una novela voluminosa en lengua ingles que estaba por ser concluida y a la vez ya era sometida a la censura, y una editora principiante norteamericana?
Llegó ahí James Joyce con su familia el 9 de julio de 1920 por consejo de Ezra Pound, quien aseguró al irlandés que París era en esos momentos el principal centro cultural de Europa e instalarse ahí ayudaría a la difusión de su obra. Había publicado, con muy buena recepción crítica, el libro de cuentos Dublineses (Dubliners, 1914), la novela Retrato del artista adolescente (A Portrait of the Artist as a Young Man, 1916) y la pieza teatral Exiliados (Exiles, 1918). De su siguiente proyecto, Ulises (Ulysses), aparecieron capítulos en las revistas The Egoist (Londres) y Little Review (Chicago), generando a la vez expectación y reacciones críticas y judiciales, por la crudeza de las situaciones descritas. Esto fue haciendo que la novela se convirtiera en algo esperado pero también impublicable, por lo menos en sus dos ámbitos naturales: Gran Bretaña y Estados Unidos. En el primer caso, tanto impresores como editores eran responsables ante la ley de lo que publicaran, y las sanciones eran severas; en el segundo, había una muy activa Sociedad para la Supresión del Vicio que vigilaba contenidos impresos y visuales. Ese contexto es explorado por Kevin Birmingham en un título reciente: The Most Dangerous Book: the Battle for James Joyce’s Ulysses (Head of Zeus, Londres, 2015).
Ante este panorama Sylvia Beach propuso a Joyce que la Shakespeare and Company, pequeña librería parisina de venta y préstamo de material en lengua inglesa, se encargara de editar Ulises. Joyce aceptó de inmediato la oferta.
Por intermedio de su amiga Adrienne Monnier, con una famosa librería (La Maison des Amis des Livres) justo enfrente de la Shakespeare and Company en la misma Rue de l’Odéon, Sylvia Beach se puso en contacto con el maestro impresor Maurice Darantiere, de Dijon. Cuenta ella: “Darantiere se mostró muy interesado en lo que yo le expliqué sobre la prohibición que había sufrido Ulysses en todos los países de habla inglesa. Le anuncié que tenía la intención de publicar esta obra en Francia y le pregunté si quería imprimirla. Al mismo tiempo le expuse mi situación financiera y le previne de que quizás no podría pagarle hasta que recibiera el dinero de las suscripciones, si es que éste llegaba alguna vez. Esas eran las condiciones en las que tenía que hacer el trabajo” (p. 58).
Darantiere estuvo de acuerdo. Joyce dijo que acaso una docena de libros sería suficiente, y sobrarían algunos. Sylvia Beach decidió imprimir mil: cien en papel holandés, firmados por el autor, con un precio de 350 francos; ciento cincuenta en papel de hilo a 250 francos, y los 750 restantes en papel ordinario a 150 francos. Así lo anunció en un folleto publicitario al arrancar la campaña de suscripciones.
Uno de los primeros en acudir al llamado fue André Gide. Ezra Pound consiguió la adhesión de W. B. Yeats. Ernest Hemingway apartó varios ejemplares… Al revisar la lista, la editora lamentó la ausencia de George Bernard Shaw, otro gran autor irlandés, y pensó en enviarle la hoja de suscripción.
—Nunca se suscribirá —aseguró Joyce.
—Sí lo hará —respondió Sylvia Beach.
—¿Qué apuestas?
Apostaron una caja de Voltiguers, unos puros pequeños de los que gustaba Joyce, contra un pañuelo de seda.
Al poco tiempo llegó la respuesta contundente de Bernard Shaw, que así arrancaba: “He leído algunos fragmentos del Ulysses publicados en forma de serial. Constituyen una asquerosa muestra de un momento repugnante de nuestra civilización, pero sin duda son reales; me gustaría rodear Dublín con una barrera de seguridad, y también a todos los hombres entre 15 y 30 años; obligarles a leer toda esa hedionda e indecente mofa y obscenidad mental” (pgs. 62-63).
Más adelante, en la carta, recordaba que en Irlanda suelen limpiar a los gatos frotando su hocico en su propia suciedad, y le parecía que ese era el sistema utilizado por Mr. Joyce con el ser humano… y aseguraba que ningún caballero irlandés, y mucho menos si era de edad madura, pagaría 150 francos por un libro como ése.
Así fue como Joyce ganó la apuesta.

Contrabando y traducción

Con ese destino editorial ya establecido, a Joyce le restaba terminar la novela. Escribía a mano, con lápices negros y de colores. Su esposa Nora se quejaba de que todo el día estaba en la cama haciendo garabatos. Luego había que tener a alguien que pasara los textos a máquina (una mecanógrafa sufrió un incidente doméstico con algunas páginas del capítulo “Circe”, que enojaron a su marido). Y mandar eso al impresor. Sylvia Beach dio la indicación de que se le proporcionaran al autor todas las pruebas de imprenta que deseara, y él no sólo marcaba erratas, sino que hacía incontables añadidos, de párrafos nuevos o incluso páginas. Según Sylvia Beach, “el propio Joyce llegó a decir que había escrito una tercera parte del Ulysses durante la corrección de las galeradas” (p. 70).
El esfuerzo trajo consecuencias en los ojos de Joyce y tuvo un ataque de iritis, que lo llevó a una clínica, en donde aliviaban su congestión ocular con sanguijuelas.
Dos meses antes de que apareciera la novela hubo una lectura pública, el miércoles 7 de diciembre de 1921, en la librería de Adrienne Monnier, con traducciones de Valery Larbaud y Jacques Benoit-Méchin y la versión en inglés a cargo de Jimmy Light. En el programa de mano se leía esto: “Advertimos al público que algunas de las páginas que se leerán son de una crudeza poco común y pueden legítimamente herir su sensibilidad”. Joyce se escondió en un rincón para escuchar todo, y al final fue llamado por Larbaud para recibir los aplausos.
El calendario avanza así hasta el 2 de febrero de 1922, el cumpleaños cuarenta de Joyce, cuando Sylvia Beach entrega a su autor la primera copia de la novela (como ya se dijo). Éste le escribirá por la tarde una nota de agradecimiento e improvisará unos versos, que así arrancan:

¿Quién es Sylvia? ¿cómo es ella
que todos los escritores la alaban?
Joven yankee y valiente es
llegó del oeste y ha conseguido
que todos los libros puedan publicarse. (p. 98)

Las dificultades no terminaron ahí, pues había que hacer los envíos. Joyce pidió que se empezara por los que iban a Irlanda, para anticiparse a los posibles bloqueos. Luego se supo que los ejemplares mandados a Estados Unidos eran retenidos en la aduana. Hemingway propuso que un amigo suyo de Chicago, conocido como Bernard B., los recibiera en Toronto, Canadá, y los pasara a pie, de uno en uno, escondidos en la ropa. Así se hizo. Cientos de ejemplares cruzaron la frontera con ese método. Se actuaba como si el cargamento fuera en verdad peligroso o dañino para la salud.
Hubo pronto una segunda edición, pagada por Harriet Shaw Weaver (mecenas de Joyce), de dos mil ejemplares. Una parte llegó por barco a Dover, donde quedó incautada; los libros fueron quemados en lo que se conocía como “la chimenea del Rey”. La novela se siguió reimprimiendo en Dijon, dada la demanda, dos, tres cuatro, cinco veces… En la séptima se rehízo la tipografía y se suprimieron erratas, aunque no todas.

Las leyes de la hospitalidad

Y a todo esto, ¿de qué trata Ulises? Hay dos fuentes personales. La primera es el encuentro accidental que tuvo Joyce en Dublín con Alfred H. Hunter, uno de los pocos judíos que había en la ciudad. Por esto llamaba la atención y además se sabía que su esposa le ponía los cuernos. Según Richard Ellmann (James Joyce, Anagrama, Barcelona, 1991, pp. 184-185), Hunter auxilió al joven Joyce cuando éste abordó a una mujer en St. Stephen’s Green sin percatarse que venía acompañada, por lo que se armó un altercado en el que Joyce recibió una tunda; Hunter lo ayudó a recuperarse y lo escoltó a su casa… como lo hará Leopold Bloom con Stephen Dedalus, aunque en ese caso parecen seguirse las “leyes de la hospitalidad” de las que hablaría más tarde Pierre Klossowsky (al llevar Bloom al joven artista a sus dominios, para que lo conociera su mujer), y es posible que se configure un triángulo.
En una carta a su hermano Stanislaus (desde Roma, escrita el 30 de septiembre de 1906), le informa: “Tengo en la cabeza un nuevo relato para Dublineses. Trata del señor Hunter” (Cartas escogidas, vol. I, Lumen, Barcelona, p. 222). El cuento se llamaría “Ulises”. La ecuación es esta: Hunter es Bloom, su esposa es Molly y Joyce es Dedalus, los protagonistas de la novela.
Y lo que se narra, finalmente, es cómo dos personas con intereses y edades distintos (los veinte años de Stephen, aprendiz de poeta, y los cuarenta de Leopold, vendedor de publicidad, uno intelectual y el otro un hombre común) se vuelven amigos a partir de una serie de coincidencias fortuitas. Esto hace un poco quijotesco todo, pues la trama es similar, en este punto, al Quijote cervantino, también la historia de una amistad entre el Caballero de la Triste Figura (alguien educado en las letras) y su escudero Sancho Panza (un ser rústico). O flaubertiano, además, pues ocurre algo similar (el raro encuentro de dos almas que se descubren afines) en Bouvard y Pécuchet, la novela inconclusa de Gustave Flaubert.
La otra fuente es la que le da una fecha exacta a la historia, pues se cuenta lo vivido en Dublín el 16 de junio de 1904 por un enorme reparto de personajes (algunos sacados de los relatos de Dublineses y de Retrato del artista adolescente). ¿Por qué justo ese día? La respuesta es simple: es cuando James Joyce y Nora Barnacle tuvieron su primera cita.
Hace Joyce una reconstrucción ficticia de esa jornada, y se sirve de mapas, periódicos, libros o folletos, o de consultas frecuentes por correo a quienes vivieron o aún vivían en la ciudad, una urbe que podría ser rehecha, en caso de desaparecer, decía Joyce, a partir de su libro.
Además, claro, sobrepone a esa ficción moderna los episodios de la Odisea de Homero, convirtiendo a Leopold Bloom en Ulises, a Molly en una Penélope infiel (quien disfruta ese día la compañía de su amante Blazes Boylan) y a Dedalus en Telémaco. Cuando la tía Josephine Murray tiene dificultades para seguir la trama, Joyce (en una carta del 12 de noviembre de 1922) la regaña: “¡Te dije que leyeras primero la Odisea!”… y para ganar tiempo le recomienda no el libro original, sino Las aventuras de Ulises, de Charles Lamb (Cartas escogidas, vol. II, Lumen, Barcelona, 1982, p. 130), y que luego vuelva a su novela.
Por si fuera poco, acude Joyce a todos los recursos disponibles en la narrativa de su tiempo (como plasmar el desarrollo de la prosa inglesa, en un capítulo, desde su condición embrionaria hasta su madurez) e innova al presentar el flujo de conciencia o monólogo interior, en realidad (como él mismo lo informó) tomado de una novela francesa del siglo XIX: Han cortado los laureles (Les lauriers sont coupés, 1887), de Edouard Dujardin. Esta técnica es llevada a sus extremos en los capítulos 3 (con Dedalus caminando por la Bahía de Dublín) y 18 (en el gran final, el cierre maestro, con Molly en la duermevela).
Decía Joyce: “He metido tantos enigmas y rompecabezas que va a mantener ocupados a los profesores durante siglos discutiendo qué es lo que quise realmente decir; y no hay otro modo de asegurarse la inmortalidad” (Richard Ellmann, p. 580).

Pécuchet y el método mítico

Todo esto parecía demasiado en 1922, y aún suena excesivo cien años más tarde. La recepción crítica fue numerosa, y no siempre positiva. Se sabe, por ejemplo, que la novela no fue del agrado de Virginia Woolf, quien no obstante intentó pocos años más tarde algo similar, pues La señora Dalloway (Mrs. Dalloway, 1925) concentra también en un día (en Londres, en su caso) los destinos de varios personajes (que no van al retrete ni se masturban, como ocurre en Joyce).
Destacan las lecturas de Ezra Pound, que acompañó a Joyce en sus exploraciones hasta toparse con Finnegans Wake (1939), y de T. S. Eliot, quien ese mismo año (en diciembre) publicaría su gran poema La tierra baldía (The Waste Land).
A lo largo de 1922 Pound dedicó al Ulises dos textos amplios: uno en su columna Carta desde París (en la revista norteamericana The Dial, en el número de mayo) y el otro fue un ensayo escrito en francés que tituló “James Joyce y Pécuchet” (Mercure de France, 1 de junio de 1922), y que el mismo Pound consideró como “la primera critica francesa seria sobre el Sr. Joyce”. Estos y otros materiales de Pound pueden ser consultados en Sobre Joyce (edición y comentarios de Forrest Read, Barral Editores, Barcelona, 1971).
En ambos casos, su punto de partida es Gustave Flaubert, cuyo centenario de nacimiento acababa de ser celebrado en Francia en diciembre de 1921. Explica Pound en el primer ensayo: “Joyce ha tomado el arte de escribir allí donde lo dejó Flaubert. En Dublineses y Retrato aún no había superado los Tres cuentos o la Educación sentimental; en Ulises ha superado un proceso que se inició con Bouvard y Pécuchet; lo ha llevado a un grado más eficaz y más compacto; se ha tragado toda la Tentación de San Antonio, útil para ser comparada con un solo episodio del Ulises” (pgs. 276-277).
Y sobre lo mismo dirá en el segundo ensayo que como “enciclopedia en farsa” Bouvard y Pécuchet inaugura una forma nueva; cree Pound que los grandes escritores, incluido Joyce en Dublineses y Retrato del artista adolescente, han explotado a Flaubert en vez de desarrollar su arte… hasta el Ulises.
Cito: “En Bovary hay páginas incomparables, en Bouvard y Pécuchet párrafos incomparablemente condensados […]. Hay páginas de Flaubert que exponen su tema tan rápidamente como las páginas de Joyce, pero Joyce ha completado el gran invento de la idiotez. En un solo capítulo ha descargado todos los clichés de la lengua inglesa, como un diluvio ininterrumpido. En otro capítulo encierra toda la historia de la expresión verbal inglesa, desde los primeros versos alterados (en el capítulo del hospital donde se espera el parto de la Sra. Purefoy). En otro tenemos los ‘gorros’ del Freeman’s Journal desde 1760, es decir la historia del periodismo; y hace todo esto sin interrumpir el flujo del libro” (p. 292).
Y sentencia: “Ulises no es un libro que será admirado por todo el mundo, y no todo el mundo admira Bouvard y Pécuchet, pero es un libro que todo escritor serio tiene necesidad de leer, que se verá obligado a leer, con el fin de tener una idea clara de la meta de nuestro arte dentro de nuestro oficio de escritores” (p. 296).
El ensayo de T. S. Eliot es de aparición tardía; “Ulises, orden y mito” se publicó en The Dial en noviembre de 1923. Ahí el poeta considera como esencial la relación con la Odisea, algo Pound había en cierta forma desdeñado (al considerarlo “un asunto de cocina, que no restringe la acción”). Para Eliot, en cambio, “equivale a la importancia de un gran descubrimiento científico”. Explica: “Nadie más ha construido una novela sobre tales cimientos: nunca antes había sido necesario. […] Al valerse del mito, con el manejo continuo de un paralelismo entre lo contemporáneo y lo antiguo, Joyce adoptó un método que otros deberían asumir. […] Se trata simplemente de una forma de controlar, de ordenar, de darle forma y significado al enorme escenario de futilidad y de anarquía que constituye la historia contemporánea. […] En vez del método narrativo, hoy podemos acudir al método mítico” (cito de un dossier dedicado a Joyce de la revista Casa del Tiempo, UAM, México, junio de 2006, p. 59, disponible en consulta digital).
Cuando a mediados de 1922 Harriet Shaw Weaver le preguntó a Joyce qué pensaba escribir ahora que había terminado el Ulises (Richard Ellmann, p. 597), él respondió:
—Creo que escribiré una historia del mundo.
Ya tenía un bosquejo mental de lo que se llamó provisionalmente Work in Progress y que se publicó, diecisiete años más tarde, como Finnegans Wake.

Febrero 2022

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Una derrota entre libélulas y drones

Era la una de la tarde del sábado y la explanada del Monumento a la Revolución lucía llena. Se calculaba que unas ocho mil personas, de pie ante una gran pantalla, presenciarían el gran encuentro entre las selecciones de México y Argentina. Los chorros de agua esta vez no se activaron accidentalmente. Y había un segundo plan, a realizarse después de las tres de la tarde, al escuchar el silbatazo final: luego del encuentro futbolístico en Catar estas ocho mil almas marcharían hacia el Ángel de la Independencia a festejar… El detalle estaba en una simple cuestión aritmética: meter goles, por lo menos uno, y no recibirlos.
No hubo anotaciones por parte de México. No se empató ni se ganó. (Es decir, ay, perdimos.) Y la escuadra rival sí mereció dos golecitos (uno de Leo Messi, otro de Enzo Fernández), que le bastó para obtener sus primeros tres puntos del Mundial.
El escenario lucía verde; por el cielo azul volaban libélulas y drones. En la parte derecha, en un templete especial, había fotógrafos y camarógrafos dispuestos a captar, cuando ocurriera, la alegría del momento, la gran celebración, el éxtasis supremo… ¿Se imaginan a esa pequeña multitud esmeralda festejando? ¡Qué bonito hubiera sido!
Los rostros estaban, no obstante, serios; había la tensión de saber que el “equipo de todos” no traía sus mejores armas, y que lo central en este deporte, anotar, era una dificultad para la escuadra tricolor. Su mayor hazaña en el Mundial, hasta ahora, fue una acción defensiva: el penal parado a Lewandowski por parte de Guillermo Ochoa en el juego ante Polonia.
La decepción quizá fue menor porque las esperanzas no eran muchas. “Ni modo”, “para la otra”, “no se llevó a los mejores”… Al terminar el encuentro, la cuadrilla de fotógrafos y camarógrafos (de televisoras grandes y pequeñas, y entre ellos muchos youtubers) se lanzaron a la explanada para capturar el ánimo de la derrota, pero en las entrevistas lo que salía eran balbuceos.
Fue un final sin grandes dramas, porque el resultado era esperado. Y la marcha al Ángel se canceló, o se pasó al día siguiente (pero esa era una marcha política). O para dentro de cuatro años. Ya veremos.
–La verdad, a mí sí me hubiera gustado ir al Ángel –lamentó una chica.
Una cuadra más allá, un hombre puso su banquito y se sirvió una cerveza.
–¿Ya va a chelear, vecino?
–Sí, celebro el triunfo de mi selección –respondió con sonrisa pícara–… Ar- gentina, Ar-gen-tina, Ar-gen-tina. ¡Salú!

Noviembre 2022

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